Ni te gastes

    En mi familia siempre fue habitual obsequiar agendas cuando cambia el año (Bah digamos ese número prefijado por la Iglesia católica para marcar el nacimiento de Jesús). En fin, cada uno recibe ese presente. La encargada siempre fue mi mamá, quien con paciencia aborda las librerías los últimos días del caluroso diciembre. Librerías atestadas de gente que, como ella van a comprar calendarios, almanaques, y demás métodos de organización. Mamá me conoce a mí, y a toda mi familia. Nos conoce muy bien. A Pilar, de 92 años le regala una agenda más bien seria, monótona, de colores neutros, esas que solamente tienen el día que le corresponde a cada trazo de hoja cuidadosamente abrochada y sus franjas horarias. Mi madre se auto regala alguna con espiral, quizás con tapa blanda. Ni muy ni tan. Y a mí que tengo dos décadas vividas y dos palitos, alguna de esas agendas de tapa dura, con anillado. Con colores, información acá, allá, un emoji al lado del título (Sí, creeme que tienen título). Son un digno perfil de Pinterest. Pero eso no es nada, en las primeras páginas tienen una serie de cuestionario que se realiza al que la posea. Las que tienen temática de viajes hasta traen un símil boleto de avión ilustrado. La verdad es que se la ingenian. De verdad.
    La última que recibí de obsequio tenía una clase de objetivo impregno en ella: Vivir el momento, soñar, hacer por fin (POR FIN) todo lo que misteriosamente te propusiste desde que tenés memoria y nunca pasa. Lo que yo llamo "Síndrome de nuevo calendario"
    Mamá sabe y por eso me regaló esa y no otra. Porque sí. Porque tengo vividas dos décadas y dos palitos y tengo mucho tiempo y espacios en blanco que llenar. Y esos espacios en blanco son los que en realidad me marean, los que me intimidan, los que me dan ansiedad. Metás acá, sueños acá, viajes que querés hacer por allá. Mucha información. Tengo mucho tiempo pero también tengo mucho tiempo para pensar que tengo mucho tiempo. Y a su vez mi cabeza se llena de cosas que van tomando forma una arriba de la otra. Sí, tienen forma pero me aturdieron tanto que la perdieron.
    A veces, me sentía  en Tokio: mi mente estaba sobrecargada de carteles luminosos abarrotados de información que al final no dicen nada, personas que no eran mas que hormiguitas cruzando Shibuya en todas las direcciones posibles para llegar a un mismo sitio. Me aburría estar aburrida. Sentía que llegaba tarde a mi propia vida, como cuando ves el bondi yendose de la parada y no tenés aire para seguir corriendo. Tenía que dejar de correr. Y parar. Despacio. Mirar lo que tenía alrededor pero esta vez sin carteles luminosos sobrecargados. No colmar la agenda de metas que quedaban archivadas en ese retazo de papel que se tornaba amarillo con el tiempo. Respirar. Admirar la quietud. Encontrarle el gusto al aburrimiento. Y ahogarme con el silencio de mi mente. 

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