Ocho acostado.

Desde chiquita recuerdo mi fascinación por los medios de transportes. Después de varios años todavía me cuesta asimilar el por qué de mi gusto hacia ellos, especialmente mi gusto por los trenes.

 Mi conducta caprichosa se hacía presente en el momento en el cual le pedía muy encarecidamente a mi madre que me lleve a la estación mas cercana para poder apreciarlos de cerca. Insisto: algo hacía despertar mi inquieta atención, principalmente las vías. Esas líneas de metal que me encandilaban cuando se iluminaban con el sol. "Nunca se cruzan, las vías son infinitas, siempre." era la respuesta a mi reiterativa pregunta: "¿Es verdad que siempre son paralelas?", aunque asentía y aceptaba esa contestación, podía jurar (y sigo jurando) que en algún momento dejan ese paralelismo y se van acercando, uniendo, y desembocando en nuevas vías. Pero había otras veces que era testigo de como creía que se unían y cuando despegaba mis ojos de ellas, otra vez estaban separadas, enfrentada una con la otra.

"¿Es verdad que siempre son paralelas?" me vuelvo a preguntar hoy, si bien a simple vista parece que esos dos metales se hacen uno y se combinan entre sí, siempre vuelven a ser dos, siempre vuelven a separarse para cada uno seguir por su lado. Siempre van a ser infinitos, cada uno siguiendo su dirección para nunca cruzarse, concluí.

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