Te miraba, me veía y eso me gustaba tanto.
Lo miré y él me miró a mí. Era una mirada intensa que
descodificaba esas palabras que no nos animabamos a decir, esos besos que no
supimos dar, esos abrazos que no supimos aceptar. Nos miramos hasta el punto de
verle la cara al otro reflejada en la pupila. El paso de los minutos no era una
amenaza, seguíamos en ese mismo banco, enfrentados mirándonos. Pero esa mirada
ya me había trasladado a otro lugar, más profundo, más abstracto, más difícil
de notar. Me había sumergido en su personalidad dejando a la vista sus mejores
virtudes y defectos que con el paso del tiempo había aprendido a aceptar e
incluso me hacían sentir una sensación de cariño. Dicen que hasta en ese estado
de sumersión me animé a sonreír para demostrar mi plenitud, para demostrar mi felicidad.
Una mano se sacudía violentamente delante de mis ojos. “Che estabas en otra que
pasó?, te estuve hablando y ni bola. Es imposible hablar con vos”. Se levantó
violentamente del banco y se fue con una mirada llena de resignación. Quedé
paralizada sin saber que hacer. No, eso de correr detrás de alguien en cámara
lenta y terminar con un beso apasionado, eran cosas de películas rosas de
Disney. Esa posibilidad era nula. En lugar de eso me quedé sentada en el banco
pensando en la regresión que había tenido hacía tan solo unos minutos y en sus
defectos que con el tiempo había aprendido a aceptar y amar.
Pero me animé a cambiar el posesivo. No eran “sus” eran
“mis”. No era su personalidad que me enloquecía, no era su forma de ser ni
tampoco eran los defectos que para mí ya contaban como virtudes. Era el reflejo mío que veía en la pupila. Era
mi personalidad que con su presencia se
hacía mas llevadera. No era él al que quería. Era a mí y a la mera sensación que
yo misma sentía. Desde ahí solo traté de cerrar los ojos para no reflejarme más
que en mi misma. Como siempre debió ser
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